Estaba bastante apurada. Recién llegaba de la psicóloga, y tenía que irme a cenar a la casa de una amiga. Hacía mucho calor, y varias calles del barrio estaban sin luz. Yo había sufrido un corte de un par de horas el lunes a la tarde, pero nada que unas cervezas en el balcón no pudieran pacificar. No estoy segura de haber conjugado bien los verbos de la frase anterior, pero la idea se entendió.
Llegué a casa un poco bajoneada por una de esas sesiones donde te das cuenta de algo que preferías ignorar. Siempre creí que la ignorancia y la felicidad iban de la mano. Hoy sé muchas cosas de mí, algunas lindas, otras mierdas, y les aseguro que la única manera de ser feliz es conociéndose y aceptándose a uno mismo, por más horrible que sea atravesarlo.
Pero en este caso, venía con la cabeza a mil pensando en las inseguridades que me genera mi cuerpo. Sería muy exagerada si dijera que soy la persona más fea del mundo, pero si me das 10 segundos te puedo mencionar 50 defectos. O cosas que a mí no me gustan, por ejemplo, celulitis. Ya se que todo el mundo tiene celulitis, pero en esta etapa egocéntrica, me cago en ustedes, sus culos celulíticos y sus papadas, y solo reniego de lo mío. Como dije antes, tenía que irme a cenar a la casa de una amiga. Una de esas amigas a las que le podes caer en pijama y el pelo listo para escurrir y hacer milanesas, y no le va a importar. Abrí el agua caliente y mientras esperaba, agarre algo cómodo y fresco, aunque nada combinado ni sexy, para ponerme y lo dejé arriba de la cama. Entré al baño, me saqué la ropa y dediqué un minuto a mirarme al espejo, a ver si encontraba algo con lo que no me sintiera acomplejada. No encontré nada, y me tranquilicé pensando que soy joven y fértil (creo), y que por ahora es lo único por lo que no me preocupo. Con mi mejor cara de desconsuelo entré a la ducha. Templé un poco el agua, y me metí abajo de la lluvia de la ducha, pensando que recorre todo mi cuerpo sin juzgar mi culo kilométrico, o si estoy depilada o no. Me tomé unos minutos para relajarme abajo del agua, tratando de sacar esos pensamientos negativos de mi cabeza, dejando que se vayan por el desagote de la bañadera. Respiré profundo, y me decidí a empezar el ritual del baño, soy muy estructurada con eso: primero el shampoo, después el jabón de cara, después enjuagarme todo eso, después la crema de enguaje, el cepillo de pelo para desenredar los nudos, y por último el jabón de cuerpo, y asegurarme que no quede nada sin repasar.
Con el shampoo en la mano, me agarró una sensación extraña. Esa que tenés cuando sentís que alguien te está mirando. No sabía quién, ni de donde, pero sabía que tenía un par de ojos sobre mí. Mientras masajeaba mi pelo haciendo espuma y pensando en no dejar ninguna parte de la cabeza sin lavar, concentré mi mirada en la ventana. Mejor dicho, en lo que veía por la ventana. Buscaba ese par de ojos, rogando encontrarlos solamente para no creer que estaba loca. Los fondos de las casas linderas estaban vacías. Supongo que por el calor. Nadie tiene pileta, y aunque ya era tarde, todavía había sol, y no se aguantaba el calor en la calle. Un poco decepcionada, seguí con mi ritual. Me lavé la cara, me enjuagué el shampoo, y pasé a la crema de enjuague. Seguía con esa sensación de que alguien me observaba, que no me dejaba tranquila. Mientras me peinaba, lo descubrí. En el edificio que se ve en diagonal, había un pibe asomado a la ventana mirándome. Digo pibe porque hombre o señor suena más a viejardo, y se notaba que era joven. No se, tendría al rededor de 30 años. Estaba en cuero, me miraba fijo, y tenía una sonrisa más pícara que pervertida. Estaba disfrutando de contemplarme, y no osó disimular cuando cuando nuestras miradas se encontraron.
¿Realmente quieren saber que pasó?
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